De pequeño quería ser Supermán. Lo que más deseaba en el mundo era volar y llevar la ropa interior por fuera. Y salvar a la gente.
Cuando nos hacemos mayores, enmascaramos ese deseo por sobresaltar mediante ardides menos llamativos: nos convertimos en artistas, millonarios, futbolistas o políticos, por ejemplo. Porque ésos son los verdaderos superhéroes: individuos que aprovechan sus habilidades para escalar socialmente (por supuesto, esto sólo es una tendencia inconsciente).
Pero aparco para otro día las sutilezas del altruismo, el egoísmo y el estatus, procelosos asuntos que requerirían un post aparte. Hoy me quiero centrar en la ingenuidad que destilan los superhéroes de ficción, los de portada de cómic, los que llevan mallas. Una ingenuidad que podría ser subsanada con un poco de ciencia.
Curiosamente, la mayoría de géneros de ficción basculan entre lo infantil y lo adulto, entre el encefalograma más plano y el infinitamente aserrado. Existen, por tanto, historias de amor tontas y predecibles, pero también las hay inteligentes y llenas de matices. Lo mismo sucede con las historias de gangsters. Con las comedias. O, incluso, con las de naves espaciales surcando el espacio (sin hacer chiu chiu al disparar su láser).
Con las historias protagonizadas por superhéroes, sin embargo, no ocurre lo mismo. El fiel de la balanza se inclina indefectiblemente hacia la ramplonería y la lisura psicológica, cuando no hacia la simple tomadura de pelo.
Supongo que es un problema endémico en todas las narraciones que cuentan con elementos sobrenaturales o prodigiosos en su trama. La mayoría de las reacciones de los personajes de las películas de terror, por ejemplo, se nos antojan ridículas a poco que reflexionemos sobre ellas. Los fantasmas se comunican con sus seres queridos mediante susurros inquietantes, y ninguno de ellos se caracteriza por su claridad expositiva. Dan miedo, sí, bien que para ello nos vemos obligados a suspender nuestra incredulidad hasta niveles que rozan la oligofrenia.
No obstante, las historias de superhéroes no logran salir nunca del fango simbólico y cándido en el que fueron fraguados, condenadas normalmente a ser consumidas por nerds con acné y otros personajes disfuncionales e insulares. O gente que que no piensa, simplemente (a veces yo logro hacerlo, por lo tanto también las consigo disfrutar). Afortunadamente, en esta última década, parece que la cosa está cambiando, aunque aún quede un largo trecho por recorrer.
Taquillazos como X-men, Spiderman, Batman (la de Christopher Nolan, por supuesto) o Superman Returns intentan presentarnos unos personajes con más facetas en su personalidad (aparte del afán desmedido por matar malos). Son buenos intentos, engarzados con el aforismo barato de “un gran poder entraña una gran responsabilidad“, pero, por lo común, vuelven a atascarse en las mismas inconsistencias.
¿Quién se traga que un millonario que ha perdido sus padres a mano de un rufián catalice su tormento con látex negro y gadgets inverosímiles? Un servidor, al menos, no se fiaría de un tipo así. Pero más aún deberíamos reprocharle al blandengue de Supermán en su último filme. ¿Qué diablos pretende un extraterrestre salvando de sus desdichas ínfimas a cuatro, cinco o veinte norteamericanos por día? ¿Este fantoche ignora lo que supone que seamos seis mil millones de habitantes? ¿Conoce cuánta gente muere por segundo? ¿Ha visitado algún país del tercer mundo, como el Chad, para hacer algo por él? No, Supermán prefiere evitar el descarrilamiento de un tren. Porque Supermán no presta su ayuda en realidad, no se implica como debería: no es más que una noticia maniquea en la sección de sucesos de un periódico sensacionalista.
(Aún recuerdo mi profunda indignación en el cine cuando Lois Lane tiene un hijo de este extraterrestre impresentable. Sin problemas de incompatibilidad genética, por supuesto. Supermán quiere ser papá, y su hijo habrá heredado sus poderes. Pero Supermán no donará su semen para que nazca un equipo de superhombres que ayuden de verdad al mundo. Ni tampoco se dejará someter a experimentos científicos que determinen la causa de sus poderes, pues Supermán no está interesado en las implicaciones que ello supondría: cura de enfermedades, la evolución de la humanidad, mayores conocimientos…).
Cuando nos hacemos mayores, enmascaramos ese deseo por sobresaltar mediante ardides menos llamativos: nos convertimos en artistas, millonarios, futbolistas o políticos, por ejemplo. Porque ésos son los verdaderos superhéroes: individuos que aprovechan sus habilidades para escalar socialmente (por supuesto, esto sólo es una tendencia inconsciente).
Pero aparco para otro día las sutilezas del altruismo, el egoísmo y el estatus, procelosos asuntos que requerirían un post aparte. Hoy me quiero centrar en la ingenuidad que destilan los superhéroes de ficción, los de portada de cómic, los que llevan mallas. Una ingenuidad que podría ser subsanada con un poco de ciencia.
Curiosamente, la mayoría de géneros de ficción basculan entre lo infantil y lo adulto, entre el encefalograma más plano y el infinitamente aserrado. Existen, por tanto, historias de amor tontas y predecibles, pero también las hay inteligentes y llenas de matices. Lo mismo sucede con las historias de gangsters. Con las comedias. O, incluso, con las de naves espaciales surcando el espacio (sin hacer chiu chiu al disparar su láser).
Con las historias protagonizadas por superhéroes, sin embargo, no ocurre lo mismo. El fiel de la balanza se inclina indefectiblemente hacia la ramplonería y la lisura psicológica, cuando no hacia la simple tomadura de pelo.
Supongo que es un problema endémico en todas las narraciones que cuentan con elementos sobrenaturales o prodigiosos en su trama. La mayoría de las reacciones de los personajes de las películas de terror, por ejemplo, se nos antojan ridículas a poco que reflexionemos sobre ellas. Los fantasmas se comunican con sus seres queridos mediante susurros inquietantes, y ninguno de ellos se caracteriza por su claridad expositiva. Dan miedo, sí, bien que para ello nos vemos obligados a suspender nuestra incredulidad hasta niveles que rozan la oligofrenia.
No obstante, las historias de superhéroes no logran salir nunca del fango simbólico y cándido en el que fueron fraguados, condenadas normalmente a ser consumidas por nerds con acné y otros personajes disfuncionales e insulares. O gente que que no piensa, simplemente (a veces yo logro hacerlo, por lo tanto también las consigo disfrutar). Afortunadamente, en esta última década, parece que la cosa está cambiando, aunque aún quede un largo trecho por recorrer.
Taquillazos como X-men, Spiderman, Batman (la de Christopher Nolan, por supuesto) o Superman Returns intentan presentarnos unos personajes con más facetas en su personalidad (aparte del afán desmedido por matar malos). Son buenos intentos, engarzados con el aforismo barato de “un gran poder entraña una gran responsabilidad“, pero, por lo común, vuelven a atascarse en las mismas inconsistencias.
¿Quién se traga que un millonario que ha perdido sus padres a mano de un rufián catalice su tormento con látex negro y gadgets inverosímiles? Un servidor, al menos, no se fiaría de un tipo así. Pero más aún deberíamos reprocharle al blandengue de Supermán en su último filme. ¿Qué diablos pretende un extraterrestre salvando de sus desdichas ínfimas a cuatro, cinco o veinte norteamericanos por día? ¿Este fantoche ignora lo que supone que seamos seis mil millones de habitantes? ¿Conoce cuánta gente muere por segundo? ¿Ha visitado algún país del tercer mundo, como el Chad, para hacer algo por él? No, Supermán prefiere evitar el descarrilamiento de un tren. Porque Supermán no presta su ayuda en realidad, no se implica como debería: no es más que una noticia maniquea en la sección de sucesos de un periódico sensacionalista.
(Aún recuerdo mi profunda indignación en el cine cuando Lois Lane tiene un hijo de este extraterrestre impresentable. Sin problemas de incompatibilidad genética, por supuesto. Supermán quiere ser papá, y su hijo habrá heredado sus poderes. Pero Supermán no donará su semen para que nazca un equipo de superhombres que ayuden de verdad al mundo. Ni tampoco se dejará someter a experimentos científicos que determinen la causa de sus poderes, pues Supermán no está interesado en las implicaciones que ello supondría: cura de enfermedades, la evolución de la humanidad, mayores conocimientos…).
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